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El lento y brutal desgaste de la memoria

La chancleta yace en el suelo. Es un objeto simple, de goma gastada, que ha recorrido mil veces el corto trayecto entre la puerta de la casa y el mueble de la sala. Pero esta tarde es un enigma. Aurora, de 67 años, la mira con perplejidad. No comprende su forma, su función, el gesto mecánico de introducir el pie. Mi abuela, su vecina por más de 40 años, observa desde la puerta. “Vamos, Aurorita”, dice, y se agacha para calzársela. Ella la deja, con la docilidad de una niña, pero su mirada está perdida. Se había “quedado ida”, como dice mi abuela, usando un eufemismo que suena a cortocircuito leve, a falla pasajera, para nombrar eso: el lento y brutal desgaste de la memoria.

Este es el día a día de la demencia, lejos de cualquier romanticismo. No empieza, como se cree, con el olvido de un cumpleaños. Empieza con el colapso de los rituales mínimos, con la rendición de la memoria muscular, con el día en que una chancleta deja de ser una chancleta.

Mi abuela baja las escaleras con una tasa de café. Es su moneda de cambio para la visita diaria. “Voy a ver a Aurora”, dice. No solo por la compañía, va a hacer un reconocimiento de cómo amaneció. Vuelve, casi siempre, media hora después, y su informe viene con hechos duros, con la precisión de quien se va transformando.

Esa transformación es uno de los golpes más silenciosos de la enfermedad. La persona que fue, la que crió, amó, se va desdibujando bajo los efectos de un proceso neurológico.

La verdad es que escucharla narrar esos episodios era como oír el guión de una película que ya había visto. Porque saber de su estado por lo que contaba mi abuela me llevó inevitablemente a Anthony, el personaje de Anthony Hopkins en la película “The Father”.

Aquella película no es solo sobre la demencia; es una inmersión sensorial, una simulación audiovisual de la fractura. La cámara nos obliga a habitar la mente desorientada del anciano, donde los rostros de los cuidadores mutan, y la hija que lo visita puede tener, en un instante, el rostro de una extraña.

 

Película The Father

Si se quiere entender por dentro el terremoto que es la demencia, hay que ver “The Father” (2020). La película no habla sobre la demencia; es demencia.

El director, Florian Zeller, construye un laberinto donde las paredes cambian de color, las puertas conducen a la misma habitación y los actores que interpretan a la hija (Olivia Colman) y a la cuidadora (Olivia Williams) se intercambian, confundiendo no solo al protagonista, sino al propio espectador. No sabemos qué es real. Es la experiencia subjetiva de la enfermedad: un departamento –la mente– que se reconfigura todo el tiempo. Anthony clama por su reloj perdido, un símbolo desesperado de su tiempo que se le escapa de las manos.

“The Father” nos hace sentir la vulnerabilidad absoluta. Cada escena es una trampa para el espectador, igual que la realidad se volvió una trampa para Anthony. Ya no podía confiar en la propia percepción. El reloj desaparece, y con él, el tiempo. La hija (¿o es la cuidadora?) dice una cosa y luego otra. Es la lógica del laberinto, donde cada giro te aleja de la salida.

¿Qué dice la Organización Mundial de Salud?

Esa experiencia laberíntica que Florian Zeller convirtió en un viaje cinematográfico no es una ficción aislada. Es el reflejo de una realidad que aplasta a millones. Los datos de la Organización Mundial de la Salud estimaron que en 2021, más de 55 millones de personas en todo el mundo vivían con demencia. Según la OMS esta cifra se duplicará cada 20 años, alcanzando los 78 millones en 2030 y los 139 millones en 2050, impulsada por el crecimiento y el envejecimiento de la población. Gran parte de este aumento se producirá en países en desarrollo.

Esta enfermedad es actualmente la séptima causa de defunción a nivel global y una de las principales causas de discapacidad y dependencia entre las personas de edad en el mundo entero.

Un informe de Alzheimer’s Disease International (ADI) para América Latina señalaba que, para 2030, la región podría tener más de 7.8 millones de personas viviendo con demencia. Aunque no hay un registro nacional público y actualizado de demencia, expertos cubanos citados en investigaciones, como las de la Revista Neurology, estiman que la prevalencia en la isla se alinea con las proyecciones regionales.

Lo que mi abuela describe no son “rarezas” de la edad. Son síntomas neurológicos de manual.

El Dr. Juan Llibre, co-presidente del Grupo de Investigación de la Demencia en Cuba, ha alertado en múltiples foros sobre la “carga dual” que enfrenta el país: las enfermedades infecciosas y el creciente peso de las no transmisibles, como las neurológicas, que requieren cuidados a largo plazo.

La demencia es un sustantivo que usamos como un cajón desordenado donde metemos todo lo que se nos escapa. “Tiene demencia”, decimos, y con eso creemos haber explicado la pérdida de las llaves, la repetición obsesiva de una pregunta, ver personas extras en tu casa.

Cuando se habla de demencia, el imaginario popular salta inmediatamente al Alzheimer. Si bien es la causa más frecuente, representando entre el 60% y 70% de los casos, no es la única. La demencia vascular, resultante de accidentes cerebrovasculares pequeños y silenciosos, es la segunda en prevalencia. Otras formas incluyen la demencia por cuerpos de Lewy -asociada a alucinaciones visuales y síntomas parkinsonianos- y la demencia frontotemporal, que afecta primero el comportamiento y el lenguaje.

La tercera Comisión Lancet sobre prevención, intervención y atención de la demencia, presentada en la Conferencia Internacional de la Asociación de Alzheimer (AAIC 2024) por la profesora Gill Livingston del University College de Londres, Reino Unido, ha puesto de relieve que abordar 14 factores de riesgo modificables a lo largo de la vida podría prevenir o retrasar casi la mitad de los casos de demencia.

Estos factores están agrupados en diferentes etapas de la vida:

En la infancia: la baja educación; en la edad adulta: Pérdida auditiva, hipertensión obesidad, consumo excesivo de alcohol, tabaquismo, depresión, inactividad física y aislamiento social

Mientras que en la edad avanzada está la diabetes, la contaminación del aire, el traumatismo craneoencefálico, dietas inadecuadas y la mala calidad del sueño.

A estos factores se añaden los dos nuevos identificados en el informe más reciente: el colesterol LDL alto en la mediana edad, alrededor de los 40 años, que se atribuye al 7 % de los casos de demencia; y la pérdida de visión no tratada en etapas posteriores de la vida, responsable de un 2 % de los casos de demencia.

Según el estudio, si se implementaran estrategias preventivas eficaces, muchas de estas personas podrían evitar o retrasar la aparición de la enfermedad, mejorando así su calidad de vida y reduciendo la carga sobre los sistemas de salud.

Los médicos trazan estas fronteras con pruebas y escáneres, pero para las familias, el mapa es el mismo: un territorio de pérdida. Lo primero que se va no es un recuerdo, sino la certeza. La certeza de que la puerta de la calle está cerrada, de que ya se tomó los medicamentos, de que la persona que entra por la puerta es tu hija y no, como le susurraba la mente a Anthony, “una mujer con un parecido extraordinario”.

Los cuidadores

Mientras la ciencia busca respuestas, la carga inmediata recae sobre los cuidadores. Hay un miedo que no se nombra en las consultas médicas, que no aparece en los folletos informativos, pero que habita en los silencios incómodos de las reuniones familiares. Es el terror lento y meticuloso de quien, al ver a su padre buscar una palabra común, o a su madre olvidar la receta que ha cocinado durante cuarenta años, siente un escalofrío que le recorre la espalda.

No es el miedo a la enfermedad en abstracto, sino a su traducción concreta: a que la persona que lo crió, la que tiene grabada en la memoria como un pilar inamovible, comience a desdibujarse. Es el pánico a que ese universo compartido —los viajes, las anécdotas, las canciones— quede relegado a un archivo del que solo uno guardará la llave, convertido en el único testigo de una historia que, para el otro, dejará de existir.

Lo verdaderamente aterrador no es solo la pérdida, sino la transformación. Es imaginar el día en que la mirada de tu propio hijo, de tu hermano, de tu pareja, se nuble de desconocimiento.

Es el horror de prefigurarse a uno mismo convertido en un extraño, en un intruso que merodea por una casa que ya no es un hogar. Es el temor a que la persona que amas no solo te olvide, sino que te tema; que tu rostro, en lugar de alivio, le provoque recelo.

Este terror tiene la textura de la más absoluta soledad. Es saber que se camina hacia un territorio donde no habrá reciprocidad, donde el amor se convertirá en un monólogo, para muchos, agotador.

La demencia amenaza con dejar al cuidador varado en un presente eterno. Es el miedo a la carga, sí, pero sobre todo al vacío que queda cuando el lazo que te une a alguien no se corta de un tajo, sino que se deshilacha lentamente.

Y tal vez el miedo más profundo, el que se susurra en la más íntima penumbra, no es solo el de perderlos a ellos, sino el de reconocer en sus pequeños olvidos un espejo del futuro propio.

Cada vez que a un ser querido se le traba el nombre de un objeto, cada vez que repite una pregunta recién hecha, no es solo su mente la que parece flaquear: es la evidencia de nuestra propia fragilidad. Es la certeza de que el hilo del que pende la memoria es tan delgado que puede romperse en cualquier momento, y de que ese paisaje desolador que hoy miramos desde afuera, con el corazón encogido, podría ser mañana la vista desde nuestra propia ventana. Es el pánico a que la herencia final no sea solo y precisamente, el color de los ojos o la forma de la sonrisa.

Mi abuela lo ha visto: “El marido está que no aguanta a Aurorita. Ella a veces no lo reconoce, lo acusa de cosas… y él tiene sus años también”. Es un hombre mayor, cansado, que se ha convertido en cuidador de una mujer que, algunos días, lo trata como a un enemigo.

“Lamentablemente, las personas que viven con estas enfermedades son a menudo objeto de estigmatización y discriminación”, explicó la OPS en una reciente campaña para crear conciencia sobre la demencia en las Américas. Este estigma no solo es injusto; es peligroso, ya que puede impedir que las personas busquen diagnóstico y tratamiento oportuno.

La campaña “Es hora de actuar por la demencia”, lanzada por la OPS y Alzheimer’s Disease International (ADI), busca precisamente sensibilizar a la población abriendo debates sobre la demencia en los medios de comunicación y abordando las percepciones y actitudes actuales sobre esta condición.

Paola Barbarino, directora general de ADI, lo explica: “Muchos siguen creyendo erróneamente que la demencia es una parte normal del envejecimiento, lo que niega a las personas el acceso a un diagnóstico, tratamiento, atención y apoyo oportunos”.

Mi abuela lo resume con su lógica práctica: “Eso no es normal. A ella hay que llevarla al médico”. Tiene razón. Un estudio global estima que hasta el 75% de los casos de demencia no reciben un diagnóstico formal, y eso deja a las familias a la deriva, sin acceso a estrategias de manejo, apoyo psicológico o, en muchos casos, a medicamentos que puedan ayudar a controlar los síntomas más disruptivos.

La demencia es la enfermedad del desarraigo final: del lugar, del tiempo, de los otros y, por último, de uno mismo. Pero en esa niebla que avanza, a veces surge un destello de lucidez. Un apretón de mano que reconoce, por un instante, la familiaridad del tacto.

Ese es el último y más frágil hilo. El que une a Aurora con su esposo, a Anthony con su hija en la escena final de “The Father”, cuando, ya perdido todo, solo le queda el consuelo elemental de un abrazo.

La historia de Aurora no es una crónica sobre la vejez. Es la historia de una enfermedad cerebral degenerativa. Cuando mi abuela baja con su tasa de café y sube con un reporte de lo que vio, no está “chismeando”, está dando testimonio de un problema de salud que crece en silencio en nuestros edificios.

Romantizar esta enfermedad es un insulto a las familias que la enfrentan. No hay gloria en olvidar cómo se pone una chancleta. No hay poesía en no reconocer al padre de tus hijos. Hay dolor, hay confusión y hay una necesidad urgente de hablar de la demencia con la crudeza que merece, para poder enfrentarla con recursos, con compasión real.

En sus momentos de lucidez, nos confesó, a veces llora. Dice que siente que se está volviendo loca. Y nosotros, ¿qué le decimos? ¿Le decimos que sí, que se está desintegrando? Le cambiamos de tema y le decimos que todo estará bien. Es lo único que nos queda, lo único que la enfermedad no puede torcer. Es el último y más frágil hilo que nos ata a la orilla de lo humano, cuando todo lo demás —el tiempo, la memoria, la propia identidad, parecen haberse perdido.

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