Manos grandes que acompañan con gestos a las palabras técnicas —digamos hepatomegalia, paquioniquia—, y una mirada firme, capaz de poner nerviosa a esta joven periodista que, aun habiendo visto esa mirada cientos de veces, le cuesta sostenerla. (Apenas en primer año de Periodismo y ya me aventuro a hacer la entrevista más difícil de mi vida)
A sus 68 años, el doctor Francisco Aparicio Álvarez habla de la pasión desmedida hacia su profesión, cual si de un niño y su juguete se tratara. No sabe cómo, pero la vida le va alcanzando para ser hijo, esposo, padre, abuelo, amigo y un excelente profesional de la Salud con más de 40 años de carrera.
Aunque no siempre tuvo clara esa vocación de curar al prójimo, finalmente enrumbaría sus pasos hacia la Medicina y de ahí a la Medicina Interna.
En sus años de estudiante obtuvo buenos resultados académicos que le habrían permitido inclinarse hacia cualquier profesión; sus preferidas eran las Lenguas Extranjeras. Pero el destino se encargaría de ponerle delante a un grupo de amigos que lo invitarían a la aventura de ser médico. Y se enamoró.
“Recuerdo mi primer contacto con un cuerpo sin vida”, dice haciendo una pausa. “En aquel momento, para mí, fue muy impactante”. De ahí no habría vuelta atrás. Los primeros años de la carrera en La Habana, y la culminación en Camagüey, le darían a Paco (así lo llaman sus conocidos) la certeza de que estaba en el lugar correcto.
─Una vez graduado, ¿cuál fue su primera experiencia laboral?
Sonríe al recordar los inicios. Regresa a sus ojos el brillo de una juventud aprovechada al máximo.
─Mi primera experiencia laboral fue en el municipio de Bolivia, aquí en la provincia de Ciego de Ávila. Cumpliendo con mi servicio social tenía doble función, fui designado director de Salud Pública de ese territorio y, a la vez, trabajaba como médico asistencial.
Si eso no era una prueba de fuego nada lo sería. Aunque ni tanto, en el horizonte de Aparicio habría de todo. Desde que comenzó a ejercer, notó que para asistir a un paciente tenía que aplicar mucho más que solo lo técnico. Aquellos profesores que enseñaban sobre huesos y arterias, le inculcaron valores más allá de una asignatura: “Se trata de empatizar y de esa forma entender mejor al paciente”, repetían. Ese debe haber sido el origen de una segunda vocación: la docencia. De alumno ayudante pasó a profesor, a formar nuevos médicos, sabiendo que no solo curan los cuerpos, sino las almas.
Hablaba del horizonte, ¿verdad? Pues hacia esa línea imaginaria y remota caminó el doctor Aparicio Álvarez, no sin los dilemas de quien deja detrás hogar y familia. Fue a dar con todos sus libros y sus horas de estudio y su falta de sueño a tres lejanos países con culturas muy diferentes: Mali, Timor-Leste y Mozambique.
Busca una palabra que exprese exactamente lo que está pensando sobre su experiencia internacionalista. Una que exprese curiosidad, desafío, novedad, dificultad… y se queda con interesante, “desde el punto de vista humano, científico y como experiencia profesional. Vi cosas que no había vivido en Cuba, enfermedades desconocidas o que solo sabía de su existencia gracias a la literatura. Todas las misiones para mí han tenido importancia, me han brindado cosas nuevas, he incorporado saberes. Todas son experiencias inolvidables”.
Para un médico ningún paciente es más importante que otro. Los herederos de Galeno e Hipócrates juran hacer el bien, sin mirar a quién. Sin embargo, hay circunstancias en las que es imposible pasar por alto a quién se asiste. En su misión en Timor-Leste, el doctor Paco tuvo el honor y también la responsabilidad de atender al presidente de ese país, José Manuel Ramos-Horta, Premio Nobel de la Paz de 1996, con quien, a la postre, sostendría una estrecha amistad.
“Yo estaba trabajando en Dili (capital de Timor-Leste), en el hospital nacional, un hospital pequeño a pesar de ser el más grande de la isla. Me llaman para preguntarme si estaba en disposición de asistir a las personalidades del país y yo acepté. Entre esas personalidades estaba el presidente José Manuel Ramos-Horta, que había tenido problemas de salud. Es una excelente persona y pude entablar una amistad bastante estrecha en el tiempo que estuve en Timor. Realmente es una persona maravillosa con una cultura enorme”.
Pregunto al doctor Aparicio si está satisfecho con la labor cumplida como profesional, luego de tantos años de ejercicio, y dice que sí. Un sí rotundo. “Decir lo contrario sería negarme a mí mismo, porque yo decidí ser médico. Siempre vinculé la asistencia a enfermos con la docencia, esas dos cosas son las que he hecho toda mi vida por más de 40 años, me siento totalmente satisfecho. Además, estoy orgulloso de muchísimos estudiantes a quienes contribuí a formar y que hoy en día son excelentes médicos y profesionales”.
Pero, ¿qué más hay detrás de una vida de entrega incondicional a la Medicina?, ¿por qué no hablamos de las renuncias, de las decisiones que se tomaron con una mano en el corazón y la otra en el estetoscopio? ¿A qué renunció Francisco Aparicio Álvarez en cuatro décadas de guardias, consultas, misiones, docencia, cursos? Todas las historias de éxito tienen sus esquinas sin luz. Un hombre acostumbrado a pelear con la muerte, a diagnosticar enfermedades mirando a los ojos y palpando con sus manos grandes, ¿a qué le teme?
“A estar lejos”, confiesa. “A dejar detrás una casa, una esposa, una hija pequeña”. Cinco años, cinco añitos tenía la niña que ahora escribe el primer día que lo vio salir y no regresar. No me preguntaron qué prefería; quizás habría dicho “juguetes”. Y también por eso se fue. Primero porque los niños de Mali, Mozambique o Timor-Leste se morían de un dolor de barriga pedestre, pero también para darme la mejor vida posible.
Vivimos todas las etapas de la distancia: el llanto, la nostalgia, la “normalidad” de una llamada telefónica a destiempo, el extrañamiento del regreso, el llanto otra vez en la partida. Sin embargo, fue todo un poco mágico. Una vez que llegaba se borraba el dolor y, de alguna manera, fui aprendiendo que los sacrificios hechos por amor (amor al prójimo y a la familia), desembocan en una suerte de felicidad. Da mucho orgullo, hincha el pecho y eriza la piel saberse la hija de un hombre que va por el mundo salvando vidas. Ningún juguete podría compararse.
Mi papá me dice a cada rato que la mayor aspiración de su vida es que yo sea un ser humano íntegro. Sería muy tonto pensar que habla en términos médicos: que no me falte el apéndice, un cordal, que no sueñe jamás con quitarme una costilla. No. La integridad en el glosario del doctor Francisco Aparicio es otra cosa.