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Historia clínica de un buen médico. Un joven galeno de Ciego de Ávila decidió seguir el camino que traía escrito en los “genes”

Alejandro no tenía de otra: estaba destinado a amar o a odiar la Medicina. Desde chiquito se acostumbró al trasiego de personas extrañas en su casa, en busca del doctor Fernando, neonatólogo, o de la doctora Diana, pediatra. Sus padres, que nunca juraron por Apolo y Asclepio, pero sí estaban comprometidos con salvar vidas, no se negaban a atender a nadie, incluso, fuera del horario laboral.

Los niños del barrio se enfermaban a cualquier hora del día y, en consecuencia, el matrimonio de galenos debió interrumpir muchas veces su vida doméstica para auscultar, preguntar por síntomas y prescribir tratamientos. Así transcurrió la niñez de Alejandro y no extraña que algo de aquella ética del servicio público, aprendida de sus padres, lo impulsara a decidirse por la Medicina, cuando terminaba el duodécimo grado en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas Cándido González Morales.

Para este “muchacho”, que ya no es Alejandro a secas, sino el doctor Alejandro Fernández Alpízar, residente de tercer año en Medicina General Integral (MGI), no hay nada más grato que la satisfacción de curar a un paciente. Su pasión por el oficio de las batas blancas lo ha llevado hasta el consultorio médico de su barrio, en la ciudad de Ciego de Ávila, donde atiende a todo el que llega con una dolencia, y garantiza, incansable, la atención primaria de casi 800 personas.

—Estudiar Medicina, cuando se es hijo de médicos, implica que existan ciertas expectativas. ¿Nunca te dio miedo no estar a la altura de lo que se esperaba de ti?

—Mis padres siempre me dieron espacio. No se han metido de lleno en mi vida, como sí han hecho otros con sus hijos. Incluso, ahora, algunos de mis antiguos profesores me dicen: “¿Pero tú eres el hijo de Diana y Fernando? ¿Y por qué no me lo dijiste?” ¿Y por qué tengo que contárselo a todo el mundo? Me siento orgulloso de mis padres, del ejemplo y la educación que me dieron, pero nunca he querido que mis resultados dependan de ser hijo de Fulano o de Mengana.

No obstante, parece cierto aquello de que el hijo del tigre nace rayado. En el hogar de Alejandro la Medicina es tan omnipresente como el aire. Si no, habrá que preguntárselo a su hermana, Diana Lucy, quien sigue sus pasos y estudia en la Facultad de Ciencias Médicas; o a su esposa, la doctora Lieday, especialista en Medicina Intensiva y Emergencias.

Cuenta que la carrera resultó difícil, aunque uno pensaría que para él no lo sería tanto: integró el Grupo Científico Estudiantil de la Universidad de Ciencias Médicas de Ciego de Ávila, fue alumno ayudante de Cirugía, obtuvo el Premio al Mérito Científico Estudiantil…

—Te gradúas como médico en 2020. Ya estábamos en la pandemia, un tremendo comienzo para ti…

—La noche que falleció el primer caso de COVID-19 de Ciego de Ávila, un paciente del municipio de Venezuela, me tocó trabajar en el Cuerpo de Guardia del hospital. No tuve contacto con él, pero algunos de mis compañeros sí, y se contagiaron. Fueron los primeros médicos avileños en enfermar.

“Mi última rotación por Pediatría fue muy compleja. Había que trabajar bajo condiciones estrictas, y estar al tanto de si tus pacientes daban positivo al PCR, porque eso indicaba que tú podías tener el virus también. Por suerte, nunca tuve COVID.

“Mis compañeros y yo nos graduamos el 20 de julio de 2020, uno de los pocos días de la pandemia en que el parte televisivo del doctor Durán fue de cero casos para todo el país. Luego de un mes de descanso, nos tocó incorporarnos a la vida profesional.

“Empezamos en septiembre, durante el rebrote que hubo en el Hospital Provincial General Docente Doctor Antonio Luaces Iraola. Fue el primer gran evento de COVID-19 en la provincia. En ese momento, estaba asignado a un policlínico y me tocó la búsqueda de los contactos del personal de Salud contagiado.

“Unas semanas después, ‛inauguré’, junto a otros dos médicos y una enfermera, el centro de aislamiento que funcionó en las residencias de la Facultad de Ciencias Médicas de Ciego de Ávila, para los casos sospechosos de coronavirus. Aquello fue duro. No había buena organización y faltaban manos para cumplir la tarea.

“Todo el que tenía fiebre o síntomas respiratorios, ingresaba. Y era bien difícil manejar aquella cantidad de pacientes, a veces con recursos muy limitados. Dormimos las dos primeras noches en el pasillo central de la facultad, vestidos, porque a cada rato traían tres o cuatro pacientes. Pasamos tragos amargos en ese inicio, porque no estaban creadas las condiciones, y todo el que venía a controlar, quería ‛dar palos’, en lugar de aportar.

“Fuimos para el Centro de aislamiento sin saber cuánto tiempo estaríamos allí. Primero nos dijeron que una semana, luego que 14 días, y para el día 17 todavía no teníamos relevo. Después del PCR y el descanso, la situación mejoró, y me mandaron para este consultorio. Aquí estoy desde hace tres años”.

—¿Cómo es ser médico en un consultorio? ¿Es difícil tratar con la gente?

—Es muy complicado. Al paciente hay que educarlo, siempre desde la empatía, poniéndose en su lugar y tratándolo como si fuera nuestro abuelo, nuestra madre, nuestra hermana. Siempre con buena forma, sin maltratos. Aunque no nos entendamos, uno no puede ser el que ponga la primera barrera en la relación médico-paciente.

—Cuando termines MGI, ¿piensas hacer alguna otra especialidad?

—Mi meta siempre ha sido la Cirugía, pero eso tengo que reconsiderarlo. Como está hoy el sistema hospitalario, es difícil estudiar una especialidad. Hay un gran déficit de recursos, no se hace prácticamente nada y la formación no es la mejor.

“Me ha ido bien como MGI. Lo disfruto. A mí me gusta sentarme a ver pacientes todos los días”.

—Háblame de tus planes futuros. ¿Cómo te ves en 10 o 15 años?

—Ñoo, tiraste lejos (se ríe). La idea es seguir superándome, continuar estudiando e investigando. Me gusta mucho la investigación.

—Recientemente, participaste, junto a otros jóvenes investigadores cubanos, en un intercambio sobre ciencias biomédicas en Sochi, Rusia…

—Estuvimos una semana por allá. Éramos como 20 personas. Según pude conocer, este primer acercamiento se produjo debido al interés de Rusia por el personal científico cubano, reconocido mundialmente a pesar de las carencias con las que trabajamos.

“Me resultó llamativa la cohesión que existe entre la parte asistencial de la Medicina y la parte científica. Sus médicos están vinculados a los centros investigativos, y eso representa una gran ventaja a la hora de aplicar en el paciente los resultados de la ciencia.

“Vimos un centro donde se realizan los exámenes de titulación de los médicos. Es increíble el desarrollo tecnológico que poseen. Tienen maniquíes que simulan distintas situaciones de la vida real: una parada cardíaca, una arritmia, un shock… Los muñecos son muy realistas. Les cambia la coloración de la piel, ‛respiran’, sus pupilas se contraen y dilatan… Y está todo el instrumental necesario para hacer las maniobras médicas.

“La práctica de la Medicina en Rusia es diferente a la de Cuba. El enfoque preventivo es distinto. Allá no hay un sistema de atención primaria como el nuestro. Se basan más en los medios diagnósticos y la tecnología que en el trato con el paciente, pero hay mucho que aprender de ellos”.

—¿Qué es lo más gratificante, y qué es lo más desalentador de tu profesión?

—Al final del día, sabes que hiciste algo por las personas, algo que muchas veces no es reconocido. No hay nada mejor que esa tranquilidad, cuando intentaste lo mejor posible con la información y los recursos que tenías.

“Claro, no basta con saber curar, si no dispones de los medios necesarios. Los médicos no compramos, distribuimos ni asignamos recursos. No somos responsables de la falta de medicamentos, suturas u otros insumos, pero nos toca dar la cara y explicarle al paciente que no hay esto y no hay lo otro. Algunas personas son capaces de entenderlo y hasta te consuelan a ti. ‛No se preocupe, médico, buscaremos por otra vía‛, me dicen.

“Por desgracia, otros no son tan comprensivos, se cierran y hasta ejercen violencia verbal contra el médico. Comienzan a manotear, se alteran y ya te imaginas todas las barbaridades que dicen de uno y del Gobierno. Su respuesta está condicionada por la situación que enfrentan, por la precupación, por el miedo. Eso es entendible. No obstante, cada día las personas están más irritables y es más complejo lidiar con los pacientes”.

—¿Qué es para ti ser un buen médico?

—Debemos ganarnos al paciente, porque nuestro trabajo depende de este. No basta con dominar lo que dice la teoría, hay que ir un poquito más allá, porque las personas no son páginas escritas en un libro: cada una es diferente y reacciona de una forma distinta. A veces hay que usar hasta mecanismos de coacción ―‛si no lo haces, te vas a morir’, he llegado a decir―, porque no todo el mundo tiene la suficiente percepción de riesgo.

“No es lo mismo ser un buen médico que un médico bueno. El médico bueno es aquel que por el trato, el carisma y la relación con el paciente, logra que este se vaya contento para su casa, aunque lo hayan tasajeado.

“El buen médico domina los conceptos de su profesión. Cura, alivia y consuela, porque los médicos no somos magos y no siempre podemos resolver el problema. Hay que tratar de poner en la balanza las dos cosas: ser buen médico y ser un médico bueno”.

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