De pie, delante de las cajas recién descargadas en el lobby del Hospital Provincial General Docente Doctor Antonio Luaces Iraola, me permití la broma con Alberto Moronta Enrique, su director. “¿Y no habrá diploma ni gladiolo?”, le dije.
Yaiselín y Duniesky se echaron a reír y, al mismo tiempo, hicieron gestos de “no por favor, nada de protocolo”. Habían llegado unos minutos antes con aquellas cajas enormes llenas de maravilla. La maravilla, quién mejor que ellos para saberlo, puede ser, a veces, una sonrisa a la hora de dar buenas noticias en la consulta, y otras un catéter para colocar lo que los médicos llaman una vía central, y que hace toda la diferencia entre la vida y la muerte.
Es decir, lo que había en aquellas cajas eran cientos de posibilidades para salvar vidas: jeringuillas, gasa estéril, esparadrapo, sueros, bránulas, sondas vesicales… Recorrieron 12 519 kilómetros, o eso dice Google, trazando una línea imposible sobre el Atlántico entre Cuba y Djibouti (Yibuti).
Vinieron desde un inhóspito país en el cuerno africano, donde unos 80 trabajadores de la salud cubana trabajan con la mente allí, pero el corazón en Cuba. En este punto, la oración anterior podría parecer cursi, pero está escrita con toda intención. Cómo si no entender el gesto de Yaiselín López Rodas y Duniesky Tejidor Bello.
Después de cinco años como médicos intensivistas en Djibouti, esta pareja de galenos avileños regresó con el deber cumplido y las manos llenas para dar a los demás. Se apuraron en decir que no era una donación individual, que en realidad todo el mérito era de la brigada, que ellos solo eran los mensajeros. ¡Qué tremendo mensaje!
Para aquilatar, en su justa medida, los 280 kilogramos de insumos médicos que a esta hora ya deben haber aliviado o sanado un dolor —en el laberinto de salas y servicios del Luaces Iraola, que es menos laberinto siempre que hay buenas noticias—, tendríamos que contar mínimamente de dónde viene el gesto.
Viene de una relación de pareja de hace más de 20 años. Muy jóvenes y mientras estudiaban Medicina, Yaiselín y Duniesky empezaron a construir una historia personal que, tal vez, no habríamos conocido si no fuera por la donación, es cierto, pero que tiene tanto mérito.
Viene de un ejercicio profesional riguroso y un sentido del deber, que es la única manera de comprender qué mueve a estos médicos cubanos a estar cinco años fuera de su casa, alejados de sus seres queridos (incluido un hijo pequeño), más allá de cualquier beneficio material.
Porque en realidad no hay dinero que pague el esfuerzo tremendo de trabajar en un país desértico, con temperaturas de casi 50 grados Celsius, prácticamente sin agua, y una población aquejada de enfermedades desconocidas, incluida la mordedura de serpientes venenosas. Un país donde el sistema sanitario se concentra solo en los hospitales y adonde la gente llega cuando casi no hay nada qué hacer.
Y, a pesar de todo, a pesar de lo que no cuentan por ética o sensibilidad, todavía dicen que fue una lección de vida a la que cada profesional de la salud debería exponerse. Como esta que acaban de dar. Una lección de 280 kilogramos de vida.