Cada día que transcurre después del comienzo del azote de la pandemia por COVID-19 se incrementa el tiempo de impacto negativo que, en todos los órdenes de la vida, está sufriendo la humanidad. A pesar de la gran capacidad de adaptación que tenemos los seres humanos, no nos hemos acostumbrado a aceptar con naturalidad lo que hemos perdido, y conservamos la esperanza de recuperar todo lo que sea posible.

No sabemos con certeza cuántas secuelas quedarán, ni la magnitud de sus efectos sobre el bienestar de las personas. Las investigaciones van dando cuenta de la aparición de síntomas de ansiedad, depresión, estrés postraumático, alteraciones del sueño e incremento del estrés en general (Balluerka, et al., 2020). La rganización Mundial de la Salud (OMS) ha señalado que la amenaza de la COVID-19 y el confnamiento están causando un fuerte impacto psicológico en las sociedades, que debe atenderse con “medidas imaginativas” (DW, 2020).

La niñez y la adolescencia son edades de elevada vulnerabilidad psicológica. Estos grupos son más sensibles a la desestructuración de sus rutinas, actividades y contextos de desarrollo habitual. Hay que tener en cuenta que durante un año de COVID, sus condiciones de vida han cambiado drásticamente varias veces.

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