Infomed Ciego de Ávila
Inicio » Noticias »

Riverón y la Obstetricia, amor a primera vista

El ruido de su muleta va agujereando el piso y le antecede mucho antes de que podamos definir su silueta por un pasillo del Hospital Provincial General Docente Doctor Antonio Luaces Iraola. Es un hombre altísimo, con espejuelos, canas y una sonrisa bonachona que ni la peor de las guardias ha logrado borrarle.

“Tú me ves con bastón, pero no es por viejo. Tuve un accidente en 2015, que me dejó un año en silla de ruedas y me rehabilité en La Habana. Por eso, ando con muleta y los pases de visita los hago sentado. Pensaban que no iba a volver y se equivocaron. Yo no puedo estar en la casa, tengo 75 años nada más”.

Desde entonces su paso es más lento y quejumbroso, aunque no ha logrado desprenderse de ciertas manías, como la de su alarma que suena, invariablemente, cada día a las 5:45 de la mañana. Se pone su bata blanca y llega con tiempo suficiente para conocer todo lo sucedido en su ausencia e ir armado de preguntas y respuestas a la entrega de guardia, ese momento en el que el “consejo de ancianos”, como él mismo lo llama, valora los casos más difíciles y colegia las decisiones médicas que, luego, salvan vidas.

Ha dedicado 50 años a la Medicina, una cuenta que le ha dejado escasísimo tiempo para el resto de las cosas comunes y corrientes, y lo ha puesto a la cabeza de una selecta lista, que incluye a los primeros especialistas graduados aquí, allá por la década de 1980.

El título de Especialista en Primer Grado en Ginecología y Obstetricia lo guarda en una carpeta ordenada por fecha y connotación, donde podemos descubrir lo mismo un diploma de reconocimiento a su labor que una foto suya en el desierto del Sahara. Pero esa es otra historia.

En aquel entonces, para el examen estatal de la residencia se preparó el espacio dedicado a los actos y reuniones, y las personas llegaron en masa, entusiasmados por la noticia de los nuevos médicos en una provincia todavía joven. “Un circo romano”, según recuerda jocosamente, y él con el susto en el estómago y las manos frías.

Sin embargo, después de siete años trayendo niños al mundo y evaluando maternas sin que mediara ningún papel o título, pocas preguntas podrían sacarlo del paso. El día más importante de su vida terminó como había soñado: con alegría y con la certeza de no haberse equivocado de profesión.

De hecho, nunca tuvo dudas. Bastó que un grupito de atrevidos fuera a ver un parto al Hospital Maternidad Obrera de La Habana para enamorarse irremediablemente, y decidir tan solo en el primer año de la carrera que serían obstetras. Lo cumplieron.

Allá aprendió, también, a lavar, a cocinar, a tender la cama y a estar lejos de casa, de donde había salido con 13 años a alfabetizar y a completar sus estudios de bachillerato, para volver apurado y de visita en contadas ocasiones.

Con tremenda juventud e inexperiencia enfrentó guardias que le parecieron interminables, cuando el hospital de Morón apenas comenzaba a organizarse y los especialistas podían contarse con los dedos de las manos. “Yo creía que sabía mucho, pero a los tres días me di cuenta de que no sabía nada y cuando me enredaba había que salir corriendo a buscar al único especialista que existía”.

Luego, la vida y su perseverancia fueron poniendo todo en su lugar. Tres veces desempeñó la función de jefe del Servicio de Ginecobstetricia, fue director de ese centro asistencial moronense y comenzó a acumular méritos y conocimientos en la misma proporción. Cursó capacitaciones en Perinatología, Urgencias en Obstetricia, Lactancia materna, Administración de salud y hasta un perfeccionamiento médico, que lo embarcó en un avión rumbo a Rusia y Armenia.

Entre el frío abrazador y el idioma enrevesado comprendió que “ni los rusos sabían tanto ni los cubanos estábamos atrasados” y aprendió técnicas quirúrgicas muy novedosas para la época, en lo referido a la corrección de malformaciones genitales congénitas.

Riverón ha guardado cada recuerdo y papel con pasión de coleccionista. Tampoco olvida nombres ni fechas y se regodea en esas anécdotas que le sacan las lágrimas, a veces, por fortuitas, y otras tantas por sentidas.

Hay, al menos, tres reglas no escritas que han sido para él una suerte de mantra: un dolor en la parte inferior del abdomen es un embarazo ectópico hasta que se demuestre lo contrario, un sangramiento posmenopausia puede ser cáncer y una paciente que reitere en cuerpo de guardia debe ingresarse y estudiarse.

Aplicarlas al pie de la letra le ha dado tranquilidad y muy pocas muertes registradas en todos sus años de profesión. Cuando le ha tocado sufrirlas, ha puesto tranquilo la cabeza sobre la almohada, consciente de que hizo hasta lo imposible por salvar y ningún certificado de defunción lleva su puño y letra hasta que la evidencia científica pone todo en claro. No ha sido por orgullo, sino porque “mientras más vives, más aprendes, hay síndromes muy raros y cosas que suceden una vez entre miles. Saber qué pasó con una paciente despeja las dudas, te permite seguir y estar alerta”.

Tan importante como esto ha sido enseñar y que sus alumnos aprendan por encima de cualquier requerimiento metodológico, que posterga de vez en vez a favor de la conversación sana y la praxis estricta.

Cuando desde el otro lado le cuestionan que los índices de mortalidad infantil antes eran superiores, su respuesta es tajante y lo deja con amplia ventaja sobre el auditorio: “eso no depende solo de los médicos. Con el Programa de Genética Médica, avances técnicos como los monitores fetales y las consultas de riesgo preconcepcional hay diagnósticos más certeros y menos posibilidades de morir”.

Acto seguido saca una foto en sepia antiquísima, de cuando no había colores para la impresión. “Este soy yo al lado de un camello, ya no me parezco”. Si no fuera por el cuidado que tiene para contar los detalles, uno pudiera pensar que la instantánea es una masa compacta de arena, imposible de ubicar en el mapa.

Riverón mantiene el hilo conductor: “Eso fue en el año 1988, durante mi primera misión médica en lo que se conoce como la República Árabe Saharaui Democrática, un estado de reconocimiento limitado enfrentado a Marruecos en el conflicto irresuelto de la soberanía del Sahara”.

Mi cara de sorpresa debió bastarle para darme una versión más corta del asunto: “Eran campamentos de refugiados, sin aire acondicionado y sin calefacción, con temperaturas de hasta 48 grados por el día y de 10 grados en la noche, con una guerra de por medio”.

Por más exactas que fueron sus descripciones, probablemente no le hayan hecho justicia a lo que vivió durante más de un año, lapso que pudo completar a diferencia de muchos de sus colegas, que no resistían las duras condiciones de vida y el aislamiento.

“Eran miles de tiendas de campaña alineadas. Trabajábamos de lunes a sábado, desde las 6:00 de la mañana hasta las 11:00, cuando parábamos por el calor. Nos echábamos agua encima y reposábamos en unos colchones. El fin de semana íbamos para una casa de 20 cuartos, donde tomábamos el ron que nosotros mismos hacíamos. Cuando atendíamos heridos, las jornadas se extendían hasta la madrugada y eran agotadoras”.

Allí, por primera vez, perfiló el rostro descarnado de la muerte, cuando fallecía un niño o una mujer, y llegó a hacerse popular la broma de echarle arena al colchón en Cuba para poder volver a dormir a piernas sueltas, después de tanta tormenta y remolino.

El diploma que guarda con celo en su carpeta amarilla dice: “Cumplió con responsabilidad y dedicación su misión en las difíciles condiciones del desierto y con una guerra cercana. Enfrentó limitaciones con los recursos y una sensible situación de aislamiento y restricción de la libertad de movimiento. Colaboró en la elaboración del proyecto del Programa para la reducción de la mortalidad infantil de este país. Merece la condición de Trabajador Internacionalista de Vanguardia”. Regresó lo suficientemente cuerdo como para seguir sin pausa y, con este antecedente; Cabo Verde y Angola fueron estancias confortables y tranquilas, que le permitieron vivir otras experiencias.

A estas alturas, ha llegado a convencerse de que la Obstetricia no es la más difícil de las especialidades, pero sí de las más duras, porque demanda trabajo constante, responsabilidad exacerbada y carácter fuerte para la toma de decisiones que determinan la vida de dos personas.

Por eso, hay que estar en el hospital, enfrentar los casos difíciles, aguantar los regaños con humildad y discutir cada vez que sea necesario. Hay que aprender de cada error. Hay que ser todo lo que a él le ha tomado media vida para, luego, estar seguros de no haber faltado a la promesa del primer día.

Deja un comentario

Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.

*

code

© 1999 - 2024 Infomed Ciego de Ávila - Centro Provincial de Información de Ciencias Médicas