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Un hombre y un hospital

Invasor mira en retrospectiva e intenta una radiografía de las visitas de Fidel Castro al Hospital Provincial General Docente Doctor “Antonio Luaces Iraola” desde las voces de cuatro protagonistas

No sabemos con exactitud cuál fue la reacción del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, entonces Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de la República de Cuba, cuando en plena celebración en Ciego de Ávila del 17 de mayo, Día del Campesino, le notificaron que el Comandante Jesús Montané Oropesa, su secretario personal, había sufrido una parada respiratoria que le provocó un infarto, durante la inauguración del balneario de Aguas Termales de Primero de Enero. Solo consta que se presentó de inmediato en la pequeña sala de Terapia Intensiva del Hospital Provincial General Docente Doctor Antonio Luaces, que en 1996 tenía solo cuatro camas, y pidió los detalles del caso.

Allí las respuestas fueron exactas: está ventilado, el reporte es reservado y se hace todo lo posible por salvarle la vida.

Entonces cada seis horas el equipo médico, liderado por el Dr. Volfredo Camacho Assef, enviaba un parte a la capital, donde se explicaba la evolución y cada una de las decisiones adoptadas, y desde el otro lado de la línea las preguntas llegaban en ráfagas.

Pasados tres días un helicóptero devolvía sano y salvo a La Habana a Montané Oropesa y la provincia inmortalizaba, entre el susto y la satisfacción, la primera visita del líder al hospital, más pequeño que ahora.

Para ser exactos, dos de las tres veces que recorrió estos pasillos lo hizo como un torbellino, con sobresaltos e incertidumbres, y abrumado por el peso de tantas vidas ajenas.

Así sucedió también el 15 de febrero de 1997, cuando una locomotora de la Empresa Provincial de Transporte Ferroviario, del Ministerio del Azúcar, se impactó con un tren extra de viajeros procedente de Granma, que trasladaba a jóvenes que cumplían el Servicio Militar General.

Por aquellos días Invasor reseñó en cifras el choque y contabilizó 172 casos atendidos, 15 personas fallecidas y más de 270 donaciones voluntarias de sangre en las primeras ocho horas, en medio de un ir y venir como de hormigas que puso en alarma a los quirófanos, laboratorios, locales de rayos X y a cuanto personal médico estuviera dentro o fuera de la institución.

Fue el doctor Juan Carlos Méndez Achón, entonces director del centro, el que recibió uno de los primeros avisos de accidente sobre las 4:00 de la tarde y, por ende, el punto de enlace entre esa vorágine y Fidel, quien, sin previo aviso, apareció en el lobby, dispuesto a recorrer cada una de las salas donde estaban los heridos e interesado por las atenciones a los familiares que, poco a poco, llegaban desde el oriente del país.

Cuando, por razones de seguridad, le recomendaron no llegar al último bloque, donde permanecían cuatro lesionados, nadie pudo objetarle un no a su decisión rotunda de no irse hasta que no viera a todos los pacientes.

Juan Carlos recuerda con claridad cuántas preguntas debió responder solo en el lapso en que el elevador iba de un piso a otro, y cómo, de súbito, quiso regresar hasta Ortopedia a disculparse con Raunel Hernández Rodríguez, preocupado por su descortesía de haberse ido sin estrechar su mano.

Uno de los pacientes alcanzó a decirle que sentía calor y enseguida calculó el número de ventiladores necesarios en el hospital, sin olvidar alertar sobre la dieta diferenciada que debían tener las personas con traumas maxilofaciales.

Aquella noche, que todavía se revela eterna, estaban de guardia en la sala de Terapia Intensiva el doctor Sánchez y la enfermera Yolanda Reyes Quintana, quien lo vio tan inmenso que lo imaginó de papel y no de carne y hueso, tal cual estaba ante sus ojos.

Minutos antes de su llegada falleció uno de los jóvenes y quiso saber cómo se preparaba a la familia para una noticia así. Después se armó con esas recomendaciones y fue hasta el Salón de Espera con la esperanza de que el dolor fuese menos amargo si se hablaba con aplomo. El diálogo fue más o menos así.

— Mamá, se está haciendo todo lo humanamente posible para salvar a su hijo, pero el caso es grave. Tiene que ser fuerte, dijo Fidel.

—Comandante, yo sé que tratan de salvarlo desde que ingresó aquí, si usted ha venido en persona a decirme eso es porque mi hijo está muerto, respondió aquella madre.

Lo que no podría imaginar el doctor Melo es que en 2002 Fidel Castro estaría otra vez al alcance de su mano, pero esta vez con el pretexto feliz de una nueva sala de Cardiología para el hospital, en el afán de echar a andar la Red Central de Cardiología, idea que había apadrinado desde el primer día.

La imagen del hombre barbudo y sudoroso que atravesó el pasillo con zancadas largas, luego del acto nacional por el aniversario del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, efectuado en la provincia, y de haber incorporado a última hora esta parada en el recorrido, no ha logrado olvidarla, sobre todo, por esa pasión desbordante que acompañaba cada una de sus obras.

Entonces, el intercambio fue fluido y buscó el tiempo para preguntarlo todo, a contrapelo de una apretada agenda que ya lo reclamaba en Morón para la inauguración de la Escuela de Arte y mantenía en espera a cientos de personas.

Equipos de última tecnología para el monitoreo ambulatorio, ultrasonido y pruebas de esfuerzo, un ecocardiógrafo, monitores y desfibriladores se sumaron al arsenal de la sala que, dividida en Coronario Intensivo, Coronario Intermedio y Cardiología General, ya sumaba seis ingresos y la esperanza de que, en lo adelante, murieran menos personas por enfermedades asociadas al corazón.

Lo que se planificó como una visita breve se extendió por dos horas y Fidel quiso saberlo todo: si las mesas del pantry eran suficientes para los trabajadores, si había agua fría, los costos en números redondos y sin titubeos, cuándo quedarían instalados los gases medicinales, y hasta tuvo tiempo para anécdotas y risas porque, al fin y al cabo, disfrutar la estancia era parte de los planes.

Como prueba irrefutable de la faena de aquellos días está el facsímil de la carta que enviara a Eduardo Bencomo Zurdos, presidente del Banco Financiero Internacional, solicitándole un monto superior a los 700 000.00 dólares para llevar a cabo las labores constructivas y comprar el equipamiento.

Sin embargo, habría que continuar redescubriendo el lugar para comprender que los cuadros de Compay Segundo colgados en la pared no son un desatino de la decoración, sino parte de la historia que dentro de aquellas cuatro paredes se fraguó y que hoy nos llega a retazos.

El doctor Melo lo explica con pausa y dice que el sombrero del insigne músico es famoso por la rúbrica estampada al dorso y lo simbólico del homenaje que pretendiera al entregárselo a Fidel, pero, sobre todo, porque formó parte de los objetos y regalos personales que él subastaría luego para reponer a las arcas el dinero invertido en la sala de Cardiología. De las anotaciones al borde de la hoja no puede dar detalles porque, de tan personales, ahora parecen indescifrables.

A estas alturas se sabe que la mortalidad por infartos ha disminuido en Ciego de Ávila hasta rondar el ocho por ciento de los fallecimientos anualmente, que la red de Cardiopediatría ha echado a andar, que un salón para Arritmias y Marcapasos ha venido a facilitar la atención, y que son muchos los profesionales cubanos y extranjeros cobijados bajo ese techo. También que fue esta inauguración el último motivo que trajo a Fidel al hospital, y que aún después de muchos años seguimos contándolo en presente y con el corazón henchido de emociones.

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